Pablo y Pedro. Corazón y cabeza

Pablo y Pedro. Corazón y cabeza

«Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para servir al Señor y no a los hombres; sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia» (Col 3, 23). Así comienza el artículo del P. Víctor Chacón, CSsR, que ha publicado en nuestra revista Icono del mes de octubre:

Hace tiempo, me encontré este versículo de San Pablo y me impactó. Lo que hagáis, «hacedlo de corazón». Otras traducciones dicen «hacedlo con toda el alma». Como para servir a Dios y no a los hombres. Este mensaje me parece una profunda llamada a la radicalidad y a la pasión vital, a huir del tedio y de la rutina.

Poner corazón, esto es, ponernos a nosotros mismos en cada cosa, en cada conversación o trabajo, en cada situación o asunto que tratamos. No ir por la vida de puntillas, no buscar «cumplir el expediente» como se suele decir, sino implicarse a fondo, darse a fondo perdido.

Algunos filólogos señalan que el verbo ‘creer’ tiene su raíz en el verbo latino ‘credere’ y éste etimológicamente proviene muy probablemente de las palabras ‘cor’ ‘dare’. Poner el corazón o dar el corazón a algo. Creer, por tanto, equivaldría a esto: poner el corazón en las cosas, darles afecto o asentimiento, aceptarlas. Creer y amar son realidades profundamente unidas.

¿Se puede amar a alguien sin creerle? ¿Se puede creer a alguien sin tenerle afecto/ amor de algún modo? Sin duda es difícil separar ambas realidades.

Pero no solo de afectos y corazón vive el ser humano. Por eso el apóstol Pedro compensa a Pablo diciendo: «Glorificad en vuestro corazón a Cristo, el Señor, estando dispuestos en todo momento a dar razón de vuestra esperanza a cualquiera que os pida explicaciones». Estamos llamados a saber dar razones. A tener una fe razonada y razonable, que sepa explicarse, que sepa dar cuentas de sí misma a todo aquel que se las pida. Vivimos en un tiempo en el que esto es especialmente necesario para sostener un diálogo coherente y abierto con el mundo, sin cerrarnos o eregirnos en jueces o censores de la realidad, sino en testigos de una esperanza mayor y creíble.

En el año 1965, el concilio Vaticano II ya pidió a los teólogos esta flexibilidad: «Los teólogos están invitados a buscar siempre un modo más apropiado de comunicar la doctrina a los hombres de su época; porque una cosa es el depósito mismo de la fe, o sea, sus verdades, y otra cosa es el modo de formularlas conservando el mismo sentido y el mismo significado» (Gaudium et Spes, 62).

Cambian los tiempos, cambian las palabras, cambia el sentido de lo que decimos con ellas. ¿Seremos capaces en la Iglesia de seguir diciendo palabras con razones y con corazón? Ojalá que sí. No está todo dicho. Y aunque lo estuviera, ha de ser dicho con otras palabras, con otros afectos que hoy puedan ser entendidos y acogidos por nuestros coetáneos.

Aquí puedes ver su artículo completo de nuestra revista Icono.