Se le ha llamado “El más santo de los napolitanos y el más napolitano de los santos”. Alfonso de Ligorio (1696-1787) es el fundador de los Misioneros Redentoristas, fue proclamado “Doctor de la Iglesia” por el Papa Pío IX en 1871. Mereció este título por la santidad manifestada a lo largo de su vida, por su amor a la Iglesia y por la riqueza de su doctrina. No únicamente, con su Teología Moral, él ha hecho recular la “marea negra del rigorismo”, sino que, con sus 111 escritos -que han conocido más de 20.000 ediciones en más de 70 lenguas-, este escritor infatigable, que había hecho el voto de no perder ni un minuto de tiempo; trabajó eficazmente en la evangelización de mucha gente sencilla en las zonas rurales de su país y en la renovación espiritual de toda Europa.
Sin embargo, San Alfonso fue, sobretodo, un gran orante. Su predicación, sus escritos su testimonio como laico, como sacerdote, como religioso fundador de una congregación misionera, como obispo son una escuela de oración para el pueblo cristiano. Como decía él: “Si, en una misión, no se podía predicar sino un único sermón, este sería el de la oración”. De ahí, el por qué la Iglesia le ha otorgado el título de “Doctor de la oración”.
Su obra, la más conocida, a propósito de este tema es: “El Gran Medio de la Oración”. En ella escribe:
“He publicado diversas obritas espirituales, pero creo no haber hecho ninguna más útil que ésta, en la que hablo de la oración, por ser medio necesario y seguro para obtener la salvación y todas las gracias necesarias para salvarse. No tengo poder para ello, pero si pudiera, querría estampar tantos ejemplares de este libro, cuantos son los fieles que viven en la tierra y regalárselo a cada uno, para que todos comprendiesen la necesidad que tenemos de rezar para salvarnos”. (1)
Esta novedad, “Orar con”, no tiene por objeto volver al pasado proponiéndonos oraciones escritas por un santo que vivió hace más de doscientos años. ¡No! Se pretende, simplemente, testimoniar la admiración y el gozo que las oraciones de este maestro espiritual suscitan todavía en el corazón de aquellos a quienes se nutren de ellas. ¿Quieres degustar esta fuente de amor y de felicidad? Entonces, saborea este “Orar con Alfonso de Ligorio” ¡Podría convertirse para ti en una “mini-escuela de oración a domicilio”!
“Es preciso orar siempre sin desfallecer” (Lc 18, 1) decía Jesús, y, asimismo, San Alfonso de Ligorio. Para él, orar es indispensable: es el gran medio de la salvación. “Para mí, viendo la necesidad de la oración, digo que todos los libros espirituales a sus lectores, todos los predicadores a sus fieles, todos los confesores a sus penitentes, en todas las predicaciones, en todas las confesiones, no deberían inculcar nada más encarecido que orar siempre; les haría falta tener siempre en sus labios esta exhortación, este aviso”:
“Orad, orad, orad y no abandonéis jamás la oración: el que ora se salva, el que no ora, se pierde ”. (2)
“Hay quienes recitan muchas oraciones vocales; pero, si no se practica la oración mental, difícilmente se harán bien las vocales, que se pronunciarán distraídamente, por lo que apenas sí las escucha el Señor… Y esto se comprueba con la experiencia: muchos recitan diversas oraciones vocales, el oficio divino, el rosario, y, sin embargo, caen en pecado y continúan viviendo en él.
Pero hay que orar en verdad. En cuántas ocasiones, San Alfonso ha denunciado el riesgo de contentarnos con repetir fórmulas de oración, aun siendo tan bellas:
Por el contrario, quien se ejercita en la oración mental, cae difícilmente en pecado; y si alguna vez tiene la desgracia de caer, no será fácil que permanezca mucho en tan miserable estado; o dejará la meditación, o dejará el pecado.
Oración y pecado no pueden vivir juntos ”. (3)
De ahí, las oraciones que siembran sus obras no son fórmulas a recitar de memoria, sino ejemplos que alientan nuestra oración, dicho de otra forma, nuestro diálogo con nuestro amigo Jesús. Porque San Alfonso, como el Evangelio, no nos habla sino de amor. Él dice y repite: “¡El Señor os ama: amadle!”. Y, en su oración, no se cansa de pedir la gracia de convertirse en un “enamorado de Dios”.
“Jesús mío, con la samaritana te digo: “dame de ese agua”.
Dame el agua de tu amor, con el fin de que yo olvide este mundo y viva únicamente para ti , ¡Oh, amable Eternidad!…
Mi alma es una tierra seca que no produce más que zarzas y las espinas del pecado: dígnate regarla con las aguas de tu gracia, para que ella produzca sus frutos, que realice obras gloriosas por ti, antes que la muerte me haga salir de este mundo.
¡Oh, fuente de agua viva!, ¡Oh, Dios mío! Concédeme tu ayuda y haz que te sea fiel”. (4)
Oh, mi soberano Bien! ¿Cuántas veces te he abandonado por aguas cenagosas
que me han privado de tu amor?
¡Ah! ¡Que muera antes que ofenderte!
En adelante, no quiero buscar a nada ni a nadie que no seas tú.
Para San Alfonso, quien ama ora. En su libro de oro, “Práctica del amor a Jesucristo”, nos invita a contemplar este Amor divino meditando el Himno a la caridad de San Pablo:
“Dios del amor y amante infinito que todo amor mereces: ¿Qué más pudiste inventar para hacerte amar?
No te bastó hacerte hombre y someterte a tantas limitaciones humanas.
No fue suficiente derramar tu sangre entre tormentos, ni morir consumido de dolores, clavado en una cruz destinada a criminales.
Te has reducido a la apariencia de pan para ser alimento y unirte con nosotros. ¿Qué más pudiste inventar para conquistar mi amor?
¡Desdichados de nosotros si no te amamos!” (5)
Este amor colma de gozo a quien ora. No dijo Jesús: “Pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa” (Jn 16, 24). Así es como San Alfonso nos invita a compartir la alegría de Dios:
“Alégrate y canta, morada de Sión, porque grande es en medio de ti el Santo de Israel.
Dios mío, ¡qué gozo deberíamos tener los hombres qué esperanza y qué amor sabiendo que en nuestra patria, dentro de nuestra iglesia, cerca de nuestras casas, mora y vive el Santo de los santos en el Santísimo Sacramento del altar!
El Dios verdadero que con su sola presencia hace bienaventurados a los santos en el cielo… Porque este Sacramento no sólo es Sacramento de amor, sino el mismo Amor, el mismo Dios, que, por el inmenso amor que tiene a sus criaturas, se llama y es el Amor…
Mira que a ti me entrego por entero…
Jesús mío sacramentado, se tú mi consuelo y mi amor en la vida y en la hora de la muerte, se tú mi viático para conducirme a la felicidad de tu reino”. (6)
Orar es necesario, orar es fácil, nos dice San Alfonso. Pero, frecuentemente las personas somos infieles para con Dios. Por tanto, también nosotros debemos hacer el esfuerzo de perseverar en la oración. Por ello, esta petición:
“Dios del alma mía,… se que tú me escucharás siempre cuando recurra a ti.
Pero temo olvidarme de orar por negligencia mía, y que eso sea la causa de perder tu gracia.
Por los méritos de Jesús concédeme la gracia de orar, pero una gracia abundante, que me haga orar siempre y orar como se debe.
¡Oh María, Reina mía!, tú que consigues de Dios cuanto le pides, por el amor que a Jesús profesas, obtenme la gracia de orar, de orar siempre sin fatigarme hasta el momento de la muerte. Amén”. (7)
San Alfonso llevaba siempre consigo una pequeña libreta titulada “Cosas de conciencia”. En la página 36, él escribió hacia el año 1732: “Jesús me ama… La Virgen me ama, entre sus más queridos hijos…” Este es uno de los secretos de su oración. Su Dios es un Dios del beso al leproso: Dios ama al hombre que él ha creado capaz de libertad y de amor, a pesar de que éste último haya contraído, por su culpa, la lepra del pecado. Ahora bien, el pecado del hombre, desde los orígenes, ¿no sería el de querer hacer su vida y una vida sin Dios? Una actitud tal condena al hombre al sufrimiento sobre la tierra y le impediría la entrada en el cielo.
“¿Qué hace Dios?, por hablar a nuestro nivel, como lo hace Isaías, donde él expresa su profunda tristeza en esta queja:
“Pero ahora, ¡qué es lo que veo?… Se han llevado a mi pueblo por nada” (Is 52, 5)
Es decir, ¿qué placer me queda en mi cielo, después de haber perdido a los hombres que hacían mi felicidad?
“Mis delicias están con los hijos de los hombres” (Pr 8, 31)
Pero, ¡Oh, Dios mío! tú que posees en el cielo tal multitud de serafines y de ángeles, ¿cómo puedes sentir una pena tan viva de parte de los hombres?
¿Qué necesidad tienes de los ángeles y de los hombres para gozar de una felicidad eterna?
Siempre has estado y estás en ti mismo soberanamente feliz: ¿Qué puede faltar a tu bienaventuranza que no tenga límites?
Todo esto, responde el Señor, es verdad; pero perdiendo al hombre, le hace decir el cardenal Hugues explicando el texto citado: Estimo todo en nada, dado que antes hacía mis delicias al estar con los hombres, y mira por donde que los he perdido y que ellos se han retirado a vivir lejos de mi para siempre. Pero, ¿cómo puede decir Dios que los hombres hacen sus delicias?
“Dios, responde Santo Tomás, ama al hombre, como si el hombre fuera su Dios, ya que él no pudo ser feliz sin el hombre”.
El resto es un proverbio conocido que dice: “¡El amor arrebata fuera de si, a aquel que se entrega por amor!” (8)
Orar, para San Alfonso, es la llave del paraíso. Nadie, entre los escritores cristianos, ha destacado tanto la importancia de la oración:
“En la oración del Padrenuestro, enseñada por Jesús para que nosotros pidiéramos todas las gracias necesarias para la salvación. ¿Cómo quiere él que llamemos a Dios?
Ni, Señor; ni, Juez; sino Padre: ¡Padre Nuestro!
Él quiere que pidamos las gracias a Dios con la confianza misma de un niño necesitado, o un enfermo solicitando de su padre comida o un remedio que le cure.
Si un niño muere de hambre, ¿no es suficiente que se lo diga a su padre para ser socorrido al momento?
Si le ha mordido una serpiente venenosa, ¿no es suficiente que muestre su herida a su padre para que al momento éste le aplique el remedio necesario a su dolencia?
Por eso, el Salvador nos ha dicho: “…Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis”. (Mc 11, 24)
Para obtener de Dios lo que queremos, es suficiente orar con confianza”. (9)
Pero, esta oración cristiana es siempre la oración de un pecador perdonado en los brazos de un Padre que perdona todo al hijo pródigo que somos nosotros:
“El hijo pródigo, considerando el estado tan mísero en el que se encontraba, por fin grita: “¡Me levantaré e iré junto a mi padre!
¡Oh, alma mía, imita este ejemplo: levántate!, sal del lodazal de tus pecados, vuelve a tu Padre celeste, con la confianza de que él no te rechazará.
Sí, Padre mío y Dios mío, lo reconozco; he hecho mal al quitarte; me arrepiento de todo corazón…
Padre mío, bien amado, perdóname; dame el beso de la paz, y recíbeme en tu gracia.
Llegado delante de su padre, en hijo pródigo se pone de rodillas:
“Padre mío, dice humildemente, no merezco más, ser llamado hijo tuyo”.
Enternecido en lágrimas, el padre le besa… todo entero poseído por el gozo de haber encontrado el hijo que había perdido.
¡Oh Padre infinitamente bueno, permíteme que, yo también, penetrado de dolor a la vista de mis ofensas, me postre a tus pies y te diga:
“Padre mío, no merezco más ser llamado hijo tuyo, dado que te he abandonado y despreciado tantas veces. No obstante, sé que tú eres el mejor de los padres y que no puedes rechazar a un hijo arrepentido.
Si en el pasado, no te he amado; permíteme reconocer que, ahora, te amo más que a todas las cosas, y que, por amor a ti, estoy dispuesto a soportar todo tipo de penas. Por tu gracia, haz que yo te sea siempre fiel”. (10)
Como ya dijo San Francisco de Asís, San Alfonso invita a los cristianos a contemplar la creación, a maravillarse en su presencia, a cantar con ella y a dar gracias al divino Creador. ¿No es éste uno de los primeros pasos en la oración?
“Cuando contemplemos los campos, mares, flores y frutas que, con sus olores y aromas nos alegran la vista y nos recrean, digamos:
¡Cuántas cosas bellas hizo Dios sobre la tierra para manifestarnos su amor! ¡Cuántas delicias nos tendrá preparadas en el cielo!
Imbuído del mismo pensamiento San Agustín exclamaba: “El cielo y la tierra, todas las criaturas me están diciendo que te ame, Señor…”
Viendo los ríos y arroyos, pensemos que, de la misma forma que el agua corre hasta el mar sin descanso, hemos de buscar a Dios que es nuestro único bien…
Si escuchamos el cantar de los pajarillos, preguntémonos: ¿Oyes cómo alaban estos animalitos a Dios? Y tú, ¿qué haces?
Alabémosle también nosotros con cánticos de amor.
Por el contrario, al oír el canto del gallo, recordemos que, al igual que Pedro, también nosotros hemos negado muchas veces de Dios. Entonces, renovemos nuestra conversión y volvamos nuestra mirada a Dios…
Multiplicad… los gestos de amor hacia Dios
De ellos, decía Santa Teresa, que son como la leña que mantiene encendido en el corazón el fuego del amor a Dios.” (11)
En Italia, al acercarse las fiestas de la Navidad, los medios de comunicación difunden los tradicionales villancicos. Entre ellos están los villancicos napolitanos. Muchos auditores se sorprenderían si supiesen que varios de estos villancicos tienen a un santo por autor, San Alfonso de Ligorio. Él tuvo a Caetano Greco (v.1650-1728) como profesor, el mismo que había enseñado música a D. Scarlatti y J. B. Pergolese. Seis villancicos son suyos. El más célebre es “Desciendes de la altura”, compuesto en 1755:
“De la bóveda del cielo, desciendes, oh, Señor. Del frío y del hielo, vienes a probar el rigor…” (Cánticos espirituales)
San Alfonso canta el misterio de la Navidad e invita al pueblo cristiano a contemplar al Niño de Belén.
“Entrad cristianos. Venid a ver en este pesebre sobre esta pobre paja, este tierno Niño que llora.
¡Mirad, qué hermoso es! Mirad la luz que de él se desprende, el amor que inspira: sus ojos lanzan flechas de fuego a los corazones ávidos de él.
Sus gemidos son como llamas encendidas para sus verdaderos amigos. El mismo establo, el pesebre, dice San Bernardo: nos invitan a amar a aquel que tanto nos ha amado”. (12)
San Alfonso invita a cada cristiano a vivir en plenitud el misterio de la Navidad:
“Muchos cristianos tienen la tradición de preparar mucho tiempo antes, en sus casas, un nacimiento, para representar, el nacimiento de Jesucristo.
Pero, desgraciadamente, ¡qué pequeño es el número de aquellos que piensan en preparar en sus corazones una morada conveniente, donde Jesús Niño pueda nacer y descansar!.
Seamos nosotros de esos que…” (13)
Siendo niño San Alfonso, rezó frecuentemente delante de este Jesús Niño del siglo XVII, en barro cocido, descansando sobre la paja que su madre, antigua huésped de las monjas de San Francisco de Asís, había llevado al palacio de los Liguori cuando se casó. Ordenado sacerdote, San Alfonso publicará en 1758 un libro que expresa bien su meditación sobre el misterio de la Navidad:
“Jesús mío, mi soberano Señor y verdadero Dios: ¿Qué fuerza te ha hecho descender del cielo a una gruta sino la fuerza de tu amor por nosotros?
Tú que habitas el seno del Padre, tú que reposas en un pesebre.
Tú que reinas más allá de las estrellas, tú vienes a nacer sobre un poco de paja…
Tú que eres la alegría del cielo, yo te escucho gemir y llorar.
Dime, oh Jesús mío: ¿Qué fuerza desconocida te ha reducido a tal abajamiento?
Una sola, la fuerza de tu amor por nosotros”. (14)
Después del nacimiento en Belén, llegó la vida en Nazaret, vida de pobreza, de trabajo y puro amor:
“Así es que, en esta morada, el Verbo encarnado pasó el resto de su infancia y toda su juventud. ¿Cómo vivió? Pobre y despreciado de los hombres haciendo el oficio de un simple obrero, “en sumisión a María y José” (Lc 2, 51)
¡Oh cielo! ¡Qué espectáculo tan conmovedor ver al Hijo de Dios vivir en servidumbre!
Lo mismo va a sacar agua del pozo que abre o cierra el taller;
Lo mismo barre la casa, que recoge las virutas para atizar el fuego, que se fatiga por ayudar a José en su trabajo.
¡Oh prodigio! ¡Un Dios que barre! ¡Un Dios, simple obrero a las ordenes de los demás! ¡Oh pensamiento que debiera abrazarnos a todos de amor…! ¡Oh adorable niño!
Te veo cansarte y sudar como el último de los obreros en ese pobre taller.
Lo haces por mí, ya lo sé… Haz entonces, que yo me dedique a amarte todos los días de mi vida “. (15)
Un día de 1719, mientras estaba en oración delante del crucifijo, San Alfonso, entonces joven abogado, recibió un “shock” en pleno corazón. Dado que había aprendido a pintar con Francisco Solimena (1657-1747), el último gran representante del barroco napolitano, se apresuró a plasmar sobre lienzo la visión de Cristo en la cruz que le había arrobado. Más tarde, mandará realizar copias de gran tamaño para exponerlas al pueblo durante las Misiones Populares. Compuso además una cantata: “Dueto entre el alma y Jesucristo” y publicó diez volúmenes u opúsculos de meditaciones sobre la Pasión, para ayudar al pueblo cristiano en su oración. He aquí lo que él escribe en su libro “Jesús, Amor de los Hombres”:
“Sí, mi dulce Redentor, permíteme decirte, ¡estás loco de amor!
No es una locura que hayas querido morir por mí, por un gusano, un ingrato pecador y traidor.
Pero, si tú Dios mío, te has vuelto loco de amor por mí, ¿cómo no me vuelvo yo loco de amor por ti?
Después de haberte visto morir por mí, ¿cómo puedo pensar en otra cosa fuera de ti?
¿Cómo puedo yo amar otra cosa que a ti?
Oh latigazos, oh espinas, oh clavos, oh cruz, oh heridas, oh dolores, oh muerte de Jesús vosotros me apretáis tanto vosotros me forzáis tanto por amar a quien tanto me ha amado.
Oh Verbo encarnado, oh Dios amado mi alma se ha encogido contigo; quisiera amarte tanto… hasta el punto de no encontrar más gozo que en agradarte, oh mi muy dulce Señor”. (16)
Orar, para San Alfonso, es, sobretodo, mirar a Cristo en la cruz y dejarse mirar por él:
“Alma mía, levanta los ojos, y admira este crucificado; admira el Cordero divino inmolado sobre el altar de su sacrificio.
Cree que él es el Hijo bien amado del Padre eterno, y que murió por amor a ti.
Mira sus brazos extendidos para acoger, su cabeza inclinada para darte el beso de la paz, su costado abierto para recibirte en su corazón.
¿Qué dices delante de este Dios que tanto nos ama?
¿Merece ser amado…?
Y él, ¿qué te dice desde lo alto de la cruz?
Esto: “Busca hijo mío si existe alguien en el mundo que te ame más que yo”. (17)
Meditar la Pasión es un medio infalible de conversión: “Las conversiones hechas por temor no duran sino un día. Las conversiones hechas por amor, duran siempre”. Esta convicción de San Alfonso explica su concepción de la oración:
“Acuérdate de mí”.
Te decía el buen ladrón sobre la cruz. Oh Jesús mío, y se sintió consolado al escucharte responderle: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 42-43)
Yo también te digo: “Acuérdate de mí”.
Señor, de mí, que soy una de esas ovejas por las cuales has dado tu vida…
Creo firmemente que tú, Dios mío, has muerto crucificado por mí.
¡Oh! Te lo suplico, ¡que corra sobre mí tu sangre divina! que lave mis pecados, que me abrace con tu santo amor, y haga que te pertenezca totalmente.
Te amo, oh, Jesús mío; y deseo morir crucificado por ti, que has muerto crucificado por mí”. (18)
Las obras sobre la devoción al Sagrado Corazón de Parayle-Monial han inspirado varias de sus “Visitas al Santísimo Sacramento” de San Alfonso. Él mismo en la introducción de su “Novena al Sagrado Corazón”, afirma: “La más excelente de las devociones, es: amar a Jesucristo pensando frecuentemente en el amor que nos ha traído y que nos trae este amable Redentor… Ahora bien, la devoción al Corazón de Jesús no es otra cosa que un ejercicio de amor hacia un Salvador tan amable”. Esta novena, publicada en 1758 ha contribuído al desarrollo de esta devoción y a la aprobación por la Sagrada Congregación de Ritos, de la fiesta del Sagrado Corazón que fue autorizada a partir de 1765:
“Oh Corazón amable de mi Jesús, el amor de todos los corazones te es debido a buen derecho.
¡Pobre y desgraciado quien no te ama…!
Oh bellas llamas, que tienen por hogar el corazón lleno de amor de mi Jesús, alumbrad también en mi miserable corazón ese fuego santo y bendito del que Jesús ha venido a abrazar la tierra.
Reduce en cenizas, aniquila, en los afectos de mi corazón, todo germen maléfico que me impida pertenecer enteramente a mi Dios.
Este corazón, oh todopoderoso, redúcelo a no vivir sino por ti, para amarte, oh mi dulce Salvador.
El tiempo en que te menospreciaba, se acabó: ahora te proclamo rey de mi corazón.
Te amo, te amo, y no quiero padecer nada que impida en mí tu amor”. (19)
Durante la Semana Santa de 1722, en el curso de un retiro cerrado en casa de los Lazaristas, San Alfonso, como San Pablo, fue “invadido por Jesucristo” (Flp 3, 12). Es la época en que comenzó a visitar cada día el Santísimo Sacramento “en la iglesia de la ciudad, donde se hacía, ese día, la exposición de las Cuarenta Horas, por muy alejada que estuviese de su domicilio… Allí se entretenía horas y horas”. No se trataba de la adoración solemne con incienso, órgano y cantos lo que le atraía, sino la visita de amistad. Por otro lado, para él como para San Ignacio de Loyola, la oración se definía: “Un amigo habla a otro amigo que sabe callarse para escucharle”. Se comprende, entonces, lo que escribe en la introducción a sus “Visitas al Santísimo Sacramento y a María Santísima” publicadas en 1744 y convertidas, a continuación, en un clásico de la literatura espiritual:
“No es ya un anticipo del paraíso dejar brotar de mi corazón múltiples actos de amor por nuestro Señor, quien en el sagrario, no cesa de orar a su Padre por nosotros y arde por nosotros de la más ardiente caridad?… ¡Pero, de qué sirve tanto discurrir! ¡Gustad y ved!”. (20)
He aquí la oración que propone en el umbral de cada visita:
“Oh Jesús, mi soberano Maestro, que, por el amor que tienes a los hombres, estás de noche y de día en este sacramento.
Con el corazón desbordante, con tan misericordiosa ternura; nos esperas, nos llamas, acogiendo a todos cuantos vienen a visitarte.
Creo en tu presencia en la Hostia Santa; te adoro desde el abismo de mi nada; te agradezco las gracias con las que me has colmado, sobre todo, la de haberme hecho el don de ti mismo en la Eucaristía, de haberme concedido como abogada a tu Santísima Madre, la Virgen María, y por haberme llamado a visitarte en esta iglesia…”. (21)
Como todos los enamorados del mundo, San Alfonso expresa su amor con flores. En su época de joven abogado, se esmeraba por mantener decorado con flores, el altar de su parroquia. Toda su vida continuará “ofreciendo flores a su Bien Amado del sagrario” y cantando:
Bienaventuradas flores que, de noche, de día permanecéis siempre cerca de Jesús… Me da envidia vuestra suerte: poder ahí vivir yo mismo, poder ahí morir de amor”. (Cánticos Espirituales)
Para San Alfonso, la cima de la oración cristiana es la Eucaristía. Ahí, en efecto, Cristo Resucitado, “que lleva la marca de los clavos” viene a nuestro encuentro, nos reúne, nos reconcilia, nos habla, nos nutre, se une a nosotros y nos envía a continuar su misión en el mundo:
“El tierno amor que Jesús nos trajo, le hizo querer contactar con nosotros en la más íntima unión; así instituyó la Sagrada Eucaristía”.
“En el ardor de su amor, dice San Juan Crisóstomo, nuestro Señor quiso unirse a nosotros de tal manera que nos convertimos en una y misma cosa con él”.
En una palabra, según la expresión de San Lorenzo Justiniano, “has querido hacer, oh Dios de amor, de tu corazón y del nuestro, un único corazón”.
Por lo demás, Jesucristo, ¿no lo ha declarado explícitamente: “El que come mi carne vive en mí y yo en él ?” (Jn 6, 56)
¡Ah, Jesús mío! Permanecer siempre unido a ti, no separarme jamás, es la gracia que te pido y quiero pedirte siempre cada vez que comulgue…
Oh, Dios de mi alma, te amo, yo te amo, quiero amarte siempre…”. (22)
Para San Alfonso, el Hombre no es un Prometeo que escala el cielo para allí decorar el fuego. No, el Hombre es amado por Dios. Es hijo del Padre. Como para los Apóstoles y la Virgen María reunidos en el cenáculo, le es suficiente pedir en la oración el fuego del Espíritu, el fuego del Amor, para recibir este don prometido por Jesús:
“Este fuego del amor de Dios, ¿dónde se enciende? En la oración mental: “En mis reflexiones, un fuego se ha alumbrado” (Ps 39/38, 4)
¿Queremos arder de amor por Dios? Amemos la oración: ella es el bendito horno donde se atiza este divino ardor…
Te lo suplico, oh, Espíritu Santo,… libérame de mi frialdad a tu servicio, enciende en mi alma un deseo ardiente de agradarte…
Tú que te has mostrado bajo la forma de lenguas de fuego…
Por amor a Jesucristo haz que en adelante proclame tus alabanzas que te invoque frecuentemente, que a menudo también exprese tu bondad así como del amor infinito que mereces.
Te amo, oh mi soberano Bien; Te amo, oh Dios de amor”. (23)
San Alfonso, en su juventud, probablemente en 1719 pintó la Madona. Más tarde, la dibujará para la portada de “Las Glorias de María”. Invertirá dieciséis años en componer este libro, la principal obra de su corazón, que obtendrá “la tirada más grande de las obras marianas de todos los tiempos”: alrededor de un millar de ediciones desde 1750” (René Laurentin). Compuso también cánticos en honor a la Virgen:
“¿Sabes qué quiero, dulce María? Esperanza mía, te quiero amar.
Quiero a tu lado pasar mi vida; bella Reina, no me rechaces.
Y después dime, ¡oh bella Rosa!, Madre amorosa, ¿qué quieres de mí?
Sólo sé darte mi corazón; con mano cariñosa a ti te lo doy”. (24) (Cánticos Espirituales)
San Alfonso rezaba el rosario cada día y, cada sábado, predicaba sobre la Virgen María. Sin embargo, no termina de recordar a los que aman a la madre de Jesús, que no es suficiente con recitar de memoria bellas oraciones: hace falta, meditarlas. He aquí una de sus meditaciones sobre el Ave María:
“Dios te salve, María, llena eres de gracia. Tú que estás llena de gracia, concédeme una parte de ella.
El Señor está contigo. Él ha estado siempre contigo, desde el primer instante de tu existencia, pero, desde que es tu hijo, está más estrechamente unido a ti.
Bendita tú eres entre todas las mujeres. Oh, mujer bendita entre todas las mujeres, obtén también para nosotros las divinas bendiciones.
Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. ¡Oh, bienaventurada planta, que has dado al mundo un fruto tan noble y tan santo!
¡Santa María Madre de Dios!
Oh, María, reconozco en ti, a la verdadera Madre de Dios, y doy testimonio de esta verdad, estoy dispuesto a dar mi vida mil veces.
Ruega por nosotros pecadores. Porque si tú eres la Madre de Dios, tú eres también la Madre de nuestra Salvación, nuestra Madre, pobres pecadores, ya que Dios se ha hecho Hombre para salvar a los pecadores; y él te ha hecho su Madre, con el fin de que tus oraciones puedan salvar no importa qué pecador.
Ahora y en la hora de nuestra muerte. Intercede siempre: intercede ahora que estamos expuestos, durante nuestra vida, a tantas tentaciones y a tantos peligros de perder a Dios.
Pero intercede por nosotros, sobre todo, en la hora de nuestra muerte, cuando nos llegue el momento de abandonar este mundo y de comparecer delante del tribunal de Dios, con el fin de que, salvados por los méritos de Jesucristo y por tu intercesión, podamos un día, sin temor a perdernos, ir a saludarte y a alabarte, a ti y a tu hijo divino, en el cielo, por toda la eternidad.
Amén”. (25)
San Alfonso no separa jamás a la Madre de su Hijo, ni al Hijo de su Madre. Y desde ahí saca todas las consecuencias, es decir, una confianza total en María:
“Oh Madre de misericordia… que otros soliciten de ti lo que mejor les parezca: salud del cuerpo, riquezas y otros bienes de la tierra; Señora, yo vengo a pedirte lo que deseas ver en mí:
Tú que fuiste tan humilde, concédeme la humildad…
Tú que fuiste tan sufrida en las penas de la vida: concédeme la paciencia en las contrariedades.
Tú, tan llena de amor a Dios: concédeme su santo y puro amor.
Tú, todo caridad para con el prójimo: concédeme caridad para con todos, sobre todo hacia los que me son adversos.
Tú, del todo unida a la voluntad de Dios: concédeme total conformidad con lo que Dios dispone de mí.
En una palabra, Tú, la más santa entre las criaturas oh María, hazme santo”. (26)