11 Sep VIGÉSIMO CUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Éxodo 32,7-11.13-14.
En aquellos días, el Señor dijo a Moisés:
«Anda, baja de la montaña, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un becerro de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman: “Éste es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto”».
Y el Señor añadió a Moisés:
«Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Por eso, déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo».
Entonces Moisés suplicó al Señor, su Dios:
«¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta? Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo:
“Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre”».
Entonces se arrepintió el Señor de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo.
Palabra de Dios.
Salmo 50.
ME LEVANTARÉ, ME PONDRÉ EN CAMINO
ADONDE ESTÁ MI PADRE.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito, limpia mi pecado.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme.
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.
Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.
El sacrificio agradable a Dios
es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú, oh Dios, tú no lo desprecias.
1 Timoteo 1, 12-17.
Querido hermano:
Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio, a mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí porque no sabía lo que hacía, pues estaba lejos de la fe; sin embargo, la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí junto con la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús.
Es palabra digna de crédito y merecedora de total aceptación que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero; pero por esto precisamente se compadeció de mí: para que yo fuese el primero en el que Cristo Jesús mostrase toda su paciencia y para que me convirtiera en un modelo de los que han de creer en él y tener vida eterna.
Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Palabra de Dios.
San Lucas 15, 1-32.
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola:
«¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles:” ¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”. Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.
O ¿qué mujer que tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido”. Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».
También les dijo: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos pero nadie le daba nada. Recapacitando entonces se dijo:
“Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino a donde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”.
Se levantó y vino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”.
Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad en seguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y empezaron a celebrar el banquete».
Palabra del Señor.
ESTE ACOGE A PECADORES Y COME CON ELLOS.
Pocas veces un título tan desacertado habrá desenfocado tanto un relato como el de esta incomparable parábola mal titulada del “hijo pródigo”. En realidad se trata de la parábola de un padre bondadoso que desea lograr un verdadero hogar sin conseguirlo. Unas veces porque el hijo menor se marcha a vivir su aventura. Otras, porque el hijo mayor no quiere entrar y recibir al hermano. Esta es la historia de los hombres, la tragedia de un hogar que parece imposible construir…
La parábola nos describe un fuerte contraste. Al final del relato, el pecador que se había alejado del hogar, termina celebrando una gran fiesta junto al padre. Por el contrario, el hijo mayor, el hombre recto y observante que nunca marchó de casa y jamás desobedeció una orden de su padre, se queda fuera del hogar, sin participar en la fiesta.
La enseñanza de Jesús es desconcertante. Lo verdaderamente decisivo para entrar en la fiesta final es saber reconocer nuestras equivocaciones, creer en el amor del Padre y, en consecuencia, saber amar y perdonar a los hermanos.
Y ésta es la tragedia del hermano mayor. Todo lo hace bien. No se aleja de casa. Sabe cumplir todas las órdenes de su padre. Pero no sabe amar. No entiende el amor de su padre. No sabe comprender y amar al hermano. Se incapacita a sí mismo para celebrar una fiesta fraterna.
Un hombre puede adentrarse por caminos de pecado, sentir la esclavitud del mal, vivir la experiencia del vacío, y descubrir la necesidad de una vida nueva, distinta y mejor, siempre posible por el perdón gratuito de Dios. Y, aunque parezca paradójico, se puede vivir una vida rutinaria de práctica y observancia religiosa, sin verdadera fe en Dios Padre y sin amor fraternal a los hermanos.
Una cosa es clara. Sólo entrará en la fiesta final quien comprenda que Dios es Padre de todos, rico en misericordia y bondad, y sepa acoger, comprender y perdonar a sus hermanos. Ese es el mensaje de Jesús.