04 Nov La Palabra. Domingo 4 Noviembre 2012
Domingo XXXI del Tiempo Ordinario
Ciclo B – 4 de Noviembre de 2012
Deuteronomio 6. 2-6
En aquellos días, habló Moisés al pueblo, diciendo:
«Teme al Señor, tu Dios, guardando todos sus mandatos y preceptos que te manda, tú, tus hijos y tus nietos, mientras viváis; asi prolongarás tu vida. Escúchalo, Israel, y ponlo por obra, para que te vaya bien y crezcas en número. Ya te dijo el Señor, Dios de tus padres: «Es una tierra que mana leche y miel.»
Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas.
Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria.»
Sal 17, 2 3a. 3bc 4. 47 y 5lab
R. Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza.
Yo te amo, Señor; tú eres mí fortaleza;
Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. R.
Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío,
mi fuerza salvadora, mi baluarte.
Invoco al Señor de mi alabanza
y quedo libre de mis enemigos. R.
Viva el Señor, bendita sea mi Roca,
sea ensalzado mi Dios y Salvador.
Tú diste gran victoria a tu rey,
tuviste misericordia de tu Ungido. R.
Hebreos 7. 23-28
Hermanos: Ha habido multitud de sacerdotes del antiguo Testamento, porque la muerte les impedía permanecer; como éste, en cambio, permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa. De ahí que puede salvar definitivamente a los que por medio de él se acercan a Dios, porque vive siempre para interceder en su favor.
Y tal convenía que fuese nuestro sumo sacerdote: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo.
Él no necesita ofrecer sacrificios cada día como los sumos sacerdotes, que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo , porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.
En efecto, la Ley hace a los hombres sumos sacerdotes llenos de debilidades. En cambio, las palabras del juramento, posterior a la Ley, consagran al Hijo, perfecto para siempre.
Marcos 12, 28b-34
En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó:
«¿Qué mandamiento es el primero de todos?»
Respondió Jesús:
«El primero es: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. ”El segundo es éste: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” No hay mandamiento mayor que éstos.»
El escriba replicó:
«Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.»
Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo:
«No estás lejos del reino de Dios.»
Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
Si temes y escuchas, no estás lejos del reino
por Víctor Chacón Huertas, CSsR.
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Hay un temor sano. Sé que pocos hablan bien del temor y no quiero escandalizar a nadie, así que entendámonos bien. Hay un temor que es respeto, reverencia, delicadeza… saberme en presencia de alguien mayor que yo. Hay personas que dicen haberlo experimentado al tener cerca al Papa o a un rey… ¡cuánto más deberíamos tenerlo ante Dios! El santo temor de Dios, don del Espíritu es éste que hoy se invoca en la primera lectura del Deuteronomio. Un temor, que es una llamada a la prudencia, a saber situarse ante Dios con humildad y docilidad; cada uno en su lugar. No hago apología de un Dios violento y sanguinario… el temor de Dios es otra cosa, ésta que acabamos de intentar describir. A veces lo hemos confundido y hemos pasado de golpe al extremo contrario, que sí, Dios es tu Padre-Madre, pero no tu abuelo-abuela; que sí, Dios es tu amigo especial, pero no aquel con quien te vas de copas a “desfasar”. Es mucho más que eso, por esto lo debes “temer”.
Y ese temor, tiene una consecuencia inmediata: la escucha. Es la segunda invitación del Deuteronomio: “Escucha a Dios y prolongarás tu vida”. La escucha pide también humildad, saber callarse, reconocer la importancia de lo que me van a decir, no creer que ya lo sé todo, que yo me basto y me sobro. Escucha como si pendiera tu vida de las palabras que recibes, custódialas, guárdalas en lo más profundo de tu ser y rumia: “El Señor, nuestro Dios es el único Señor, lo amarás con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todo tu ser. Y amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Estas son las palabras que Jesús dirige hoy al leyista con el que se confronta. Le terminará dando la razón. Este amor, y este santo temor liberan profundamente. Esto es lo que Israel –el pueblo elegido del que somos herederos- debe escuchar con el corazón.
La escucha a Dios bien puede asimilarse bíblicamente a su obediencia, una obediencia que lleva a la plenitud, a la salvación, no tiene los tintes negativos que con frecuencia damos a esta palabra. Aquí la obediencia no es opresión sino liberación, me libera porque me construye (aunque no siempre sea “placentera”). Y es que como algunos señalan, obedecer procede del verbo latino ab-audire, escuchar. Es la obediencia al padre (que desea profundamente nuestro bien) lo que hace estable, firme, segura, la vida del hijo. Esa es la experiencia que recoge el salmo 17 “Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza”, en ti fundo mi vida y sé que nada me la puede truncar por muy fuerte que sea el huracán, aunque venga un “Sandy”. El nuestro es un Dios que –como dice Hebreos- “vive siempre para interceder a nuestro favor”, lo tenemos siempre de nuestra parte, eternamente inclinado a escucharnos, ¿lo escucharemos nosotros a él? ¿seremos capaces de hacer ese silencio reverente? Ojalá que sí. Pues entonces Jesús nos dirá como al escriba “No estás lejos del reino de Dios”, ¡ánimo, sigue así! [/box]