21 Jun Duodécimo del Tiempo Ordinario
Jeremías 20, 10-13.
Dijo Jeremías:
«Oía el cuchicheo de la gente: “Pavor-en-torno; delatadlo, vamos a delatarlo”. Mis amigos acechaban mi traspié: “A ver si, engañado, lo sometemos y podemos vengarnos de él”.
Pero el Señor es mi fuerte defensor: me persiguen, pero tropiezan impotentes. Acabarán avergonzados de su fracaso, con sonrojo eterno que no se olvidará.
Señor del universo, que examinas al honrado y sondeas las entrañas y el corazón, ¡que yo vea tu venganza sobre ellos, pues te he encomendado mi causa.
Cantad al Señor, alabad al Señor, que libera la vida del pobre de manos de gente perversa».
Salmo 68.
SEÑOR, QUE ME ESCUCHE TU GRAN BONDAD.
Por ti he aguantado afrentas,
la vergüenza cubrió mi rostro.
Soy un extraño para mis hermanos,
un extranjero para los hijos de mi madre.
porque me devora el celo de tu templo,
y las afrentas con que te afrentan caen sobre mí.
SEÑOR, QUE ME ESCUCHE TU GRAN BONDAD.
Pero mi oración se dirige a ti,
Señor, el día de tu favor;
que me escuche tu gran bondad,
que tu fidelidad me ayude.
Respóndeme, Señor, con la bondad de tu gracia;
por tu gran compasión, vuélvete hacia mí.
SEÑOR, QUE ME ESCUCHE TU GRAN BONDAD.
Miradlo, los humildes, y alegraos,
buscad al Señor, y revivirá vuestro corazón.
Que el Señor escucha a sus pobres,
no desprecia a sus cautivos.
Alábenlo el cielo y la tierra,
las aguas y cuanto bulle en ellas.
SEÑOR, QUE ME ESCUCHE TU GRAN BONDAD.
Romanos 5, 12-15.
Hermanos:
Lo mismo que por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte propagó a todos los hombres, porque todos pecaron…
Pues, hasta que llegó la ley había pecado en el mundo, pero el pecado no se imputaba porque no había ley. Pese a todo, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre los que no habían pecado con una transgresión como la de Adán, que era figura del que tenía que venir.
Sin embargo, no hay proporción entre el delito y el don: si por el delito de uno murieron todos, con mayor razón la gracia de Dios y el don otorgado en virtud de un hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos.
Mateo 10, 26-33.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«No tengáis miedo a los hombres, porque nada hay encubierto, que no llegue a descubrirse; nada hay escondido, que no llegue a saberse.
Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a la luz, y lo que os digo al oído, pregonadlo desde la azotea.
No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la “gehenna”. ¿No se venden un par de gorriones por un céntimo? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo: valéis más vosotros que muchos gorriones.
A quien se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre que está en los cielos.
¿DE QUÉ TENEMOS MIEDO?
Nuestro mundo tecnificado y rebosante de bienestar oferta cantidades industriales de miedo e inseguridad. Tenemos miedo a recorrer los largos y vacíos pasos subterráneos del metro; pánico a perder el trabajo; nos angustia el futuro propio o de nuestros hijos; vivimos obsesionados con el paro, la enfermedad, la depresión, la violencia y la inseguridad. Tenemos miedo a perder el prestigio y la consideración social. Y tenemos miedo, sobre todo, a vivir a tope, a comprometernos, a dar la cara y a definirnos. Preferimos mantenernos entre bastidores, en una discreta penumbra, sin correr riesgos.
En el plano de la fe tenemos igualmente muchos miedos y complejos. Hoy, a la búsqueda de nuestras raíces cristianas, el evangelio del Señor nos pide decisión y audacia, no mediocridad e indiferencia. No puede desorientarnos el “vendaval” del Espíritu.
Jesús, conmovido por tanto sufrimiento y miseria, llama a los Doce a compartir su amor y su misión: anunciar la Buena Nueva, curar y liberar de toda servidumbre e injusticia. Pero Jesús es consciente de que compartir su misión, conlleva la oposición de otras gentes que no desean la implantación del Reino de Dios y su justicia. Por eso les advierte que serán perseguidos; pero les da ánimos, y les exhorta a la confianza en el Padre. Él vela por ellos les cuida y ayuda.
Confesar a Dios delante de los hombres no es recitar el credo en la Misa; es dar la cara por Jesús y por todos los pequeños y abandonados a su suerte en el mundo. Vivir la fe no es fácil en ambientes desfavorables. La misión del cristiano en este mundo es arriesgada, pero tiene a su favor al buen Padre Dios.