28 Dic Por encima, el amor
Dios hace al padre más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre su prole. El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros; el que honra a su padre se alegrará de sus hijos y, cuando rece, será escuchado; el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor lo escucha. Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras vivas; aunque chochee, ten indulgencia, no lo abochornes mientras vivas. La limosna del padre no se olvidará, será tenida en cuenta para pagar tus pecados.
R/. Dichosos los que temen al Señor
y siguen sus caminos
Dichoso el que teme al Señor,
y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo,
serás dichoso, te irá bien. R/.
Tu mujer, como parra fecunda,
en medio de tu casa; tus hijos,
como renuevos de olivo,
alrededor de tu mesa. R/.
Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén
todos los días de tu vida. R/.
Como pueblo elegido de Dios, pueblo sacro y amado, sea vuestro uniforme la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón; a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo. Y celebrad la Acción de Gracias: la palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente. Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y, todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él. Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso le gusta al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos.
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor. (De acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor»), y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones». Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
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“Por encima de todo, el amor”
Domingo de la Sagrada Familia. Domingo en el que rezar y presentar a Dios a cada una de nuestras familias. Y momento ideal para contrastar lo que vivimos en ellas, y lo que la Palabra de Dios nos sigue pidiendo y proponiendo.
– La ya archiconocida lectura del Eclesiástico nos anima a vivir desde la honra y el respeto a los padres. Tanto vale, y tan sagrado le parece este respeto, que llega a decir que “expía los pecados” y hace “acumular tesoros”. Quien respeta a sus padres redime sus propios pecados, perdona sus faltas y amasa su propio valor. Lo reconoce como signo de nobleza, de valor personal, pues es respetar a quien nos dio la vida y quien la cuidó desde siempre. A un padre se le ha de respetar siempre, “aunque chochee” llega a decir la lectura. Nada excusa el respeto debido.
– Pablo se esmera en describir a los Colosenses lo que han de vivir en sus familias: “revestíos de la misericordia, bondad, humildad, dulzura y comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos… y por encima de todo sea el amor”. Es una genial síntesis que viene a decir: es normal que haya discrepancias, choques, incluso peleas en la familia; pero al final debe quedar una última palabra: el perdón, nacida del amor que os tenéis, que os debéis mutuamente. La expresión “sobrellevaos mutuamente” también es especialmente acertada. Tú me llevas a mí, “cargas mi peso”, “me aguantas”, y yo lo hago contigo. Siempre hay algo de difícil y pesado en las relaciones personales, Pablo lo reconoce, y nos llama a vivirlo con reciprocidad. Que la disparidad no rompa la armonía entre vosotros. Conoceos, comprendeos y amaos. No dejéis de hablar y deciros las cosas, pero siempre con franqueza y amor a partes iguales.
– El Evangelio de Lucas nos presenta el pasaje de la Presentación del niño en el Templo. José y María van a Jerusalén, al templo, a cumplir una tradición judía. Presentar a su hijo, primogénito varón, al Señor. Pero lo que allí se encuentran es sorprendente. Personas que no dejan de profetizar y alabar la grandeza de su hijo. Dios les sorprende. Aquel al que educaban, cuidaban y mantenían no era sólo su hijo, era Hijo de Dios. Acompañar en su vida a Jesús iba a ser un camino lleno de sorpresas e incertidumbres, iba a suponer una desinstalación real. No basta con cumplir los ritos prescritos, lo esencial es la fe en el Hijo de Dios hecho carne para salvarnos. La llamada de este evangelio es clara. También nosotros hemos de superar todo ritualismo, dejarnos sorprender por Dios y no creer que ya lo sabemos todo de Él. ¿podremos vivirlo? Pidamos la ayuda de José y de María.
Víctor Chacón Huertas, CSsR [/box]